Tenía que hacerlo.
No podía retrasarlo mas.
Levantó la visera chirriante de su yelmo y contempló el devastado campo de batalla.
Tenía que hacerlo.
Intentó imaginarse a si mismo, erguido, en aquel sembrado de sangre, ataviado con la impenetrable armadura que antaño fue de su padre, cubriéndolo de pies a cabeza.
Era el momento.
Una mueca de alivio transformó su rostro.
Esperó.
Nada parecía haber cambiado.
Después de todo, mear dentro de la armadura no era tan malo.
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